La
educación debe recobrar su dimensión profética. En estos tiempos de
individualismo feroz, en que agonizan los grandes ideales y reinan omnipotentes
la violencia, la insensibilidad y la injusticia, necesitamos con urgencia a los
profetas. Hombres y mujeres que levanten sus gritos y sacudan tanta modorra,
tanta mediocridad, tanto descompromiso. Hoy hay demasiado miedo al futuro,
miedo a asumir en serio nuestra vocación de constructores de la historia, miedo
a sumergirse en el cauce profundo de la vida.
Por
eso, nos perdemos en consuelos ilusorios, y hasta estamos empeñados en
convertir la fe y la religión en algo liviano, sin prójimo ni compromiso.
Confundimos la felicidad con pasarlo bien o ir de compras, el amor con el sexo
irresponsable, la libertad con el capricho. Necesitamos drogarnos para sentirnos
estimulados y no nos atrevemos a plantearnos ni a plantear qué debemos hacer,
sino qué nos apetece hacer. Vivimos en la “era del vacío” (Lipovetski), en
“tiempos de inercia y pasividad” (Castoriadis) donde la superficialidad se
presenta como ideal de vida, y las grandes aspiraciones se reducen a ganar
dinero y salir en la televisión. Necesitamos llenarnos de cosas, imágenes y
ruidos, y nos esforzamos por crecer hacia fuera para tapar nuestro enanismo
espiritual y nuestra creciente soledad.
Para
contrarrestar ésto, El educador-profeta denuncia y anuncia. Denuncia las
estructuras de injusticia y de violencia, denuncia la hipocresía y la mentira,
y anuncia un futuro lleno de esperanza. Denuncia para convertir, para (Morin)
“salvar al hombre realizándolo”, para ganar a las personas al compromiso con la
vida, a realizar su vocación de creadores…
Por
ello, celebra la vida y canta con el poeta:
Lento, pero
viene.
El futuro se
acerca
despacio,
pero viene.
Viene con
proyectos
y bolsas de
semillas,
despacio, pero
viene
sin hacer mucho
ruido
(Mario
Benedetti)
Fuente: Antonio Pérez Esclarín, Educar
para Humanizar (2005)
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