Llegaron
las clases y el niño fue por primera vez a la escuela. Era un niño muy pequeño
y frágil y la escuela le pareció inmensa. Pero cuando el niño descubrió que
podía entrar a su salón desde la puerta que daba al exterior, se puso muy
contento y ya no le parecía tan grande la escuela.
Una mañana,
dijo la maestra:
- Hoy vamos
a hacer un dibujo.
El niño se
puso feliz porque le encantaba dibujar. Sabía pintar leones, tigres, pollos,
vacas, barcos, carros, casas, ciudades... Sacó su caja de creyones y empezó a
dibujar.
- Esperen,
no es todavía tiempo de empezar -les dijo la maestra-, hoy vamos a pintar
flores.
Al niño le
pareció bien porque le encantaba pintar flores. Empezó a pintar unas
extraordinarias flores con sus creyones rojos, anaranjados, azules. Pero la
maestra dijo:
-No pinten
nada todavía. Yo les voy a enseñar cómo se pintan las flores.
Y la maestra dibujó una flor roja con el tallo
verde. El niño miró la flor que había hecho la maestra, miró la que él había ya
pintado y le gustó mucho más la suya. Pero no lo dijo. Volteó la hoja y pintó
una flor roja con el tallo verde, igual que la flor de su maestra.
-Hoy vamos
a trabajar con plastilina -dijo a los pocos días la maestra.
El niño se puso contento porque le encantaba la
plastilina. Con ella era capaz de hacer culebras, ratones, carros, camiones,
árboles, hombres, libros..., y empezó a preparar su bola de plastilina. Pero la
maestra dijo:
- Todavía
no es tiempo de empezar. Dejen la plastilina quieta hasta que yo les diga. Hoy
vamos a hacer un plato y yo les enseñaré cómo hacerlo.
El niño imaginó múltiples formas de platos, pero
como la maestra hizo un plato hondo y les había dicho que debían hacer lo que
ella hiciera, hizo también un plato hondo, igual que el de la maestra.
Así, poco a
poco, el niño aprendió a esperar que le dijeran lo que tenía que hacer, y se
convirtió en un niño obediente y ejemplar, porque siempre hacía las cosas como
le ordenaba su maestra.
Al cabo de
un tiempo, la familia se mudó a otra ciudad y los padres llevaron al niño a una
escuela nueva.
- Hoy vamos
a hacer un dibujo -dijo la maestra el primer día que llegó el niño a esa
escuela.
El niño se
puso a esperar que la maestra dijera cómo tenían que hacer ese dibujo pero no
les dijo nada, y se puso a caminar por el salón y a mirar los dibujos de los
niños.
-¿No te
gusta dibujar? -le preguntó cuando lo vio sin hacer nada.
- Sí
-contestó el niño-, pero ¿qué vamos a hacer?
- No sé, lo
que tú quieras.
-¿Con
cualquier color?
- Claro, si
todos hicieran lo mismo, cómo sabría yo qué pintó cada uno.
- No sé
-dijo el niño, y empezó a hacer una flor roja con el tallo verde.
(Versión libre de El Niño Pequeño de Helen
Bucklein).
Educar no es adoctrinar, sino provocar la
creatividad. ¡Cuántos artistas en potencia habrán pasado por nuestras aulas y
una educación repetitiva ha impedido que afloraran y se desarrollaran sus
talentos! La educación necesita motivar la autonomía, no la sumisión. Si en la
genuina educación todo es posibilidad, en la escuela tradicional todo es
determinación: el alumno tiene que hacer lo que el maestro le diga, como le
diga y cuando le diga. No hay lugar para el asombro, para la intuición, para la
creación. El genuino maestro, más que inculcar respuestas e imponer la repetición
de normas, conceptos y fórmulas, orienta a los alumnos hacia la creación y el
descubrimiento, espolea su fantasía, promueve su inventiva, los guía para que
galopen sin ataduras por los caminos de su libertad.
Recuperado para fines educativos del libro:
Educar
Valores y el Valor de Educar. Parábolas
Autor: Antonio Pérez Esclarín (1998)
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