Te espero fuera
(Libro: La seducción de Dios)
de Alessandro Pronzato
Viernes
Cuando tú vayas
a rezar entra en tu cuarto,
cierra la puerta y reza a tu Padre que
está en lo escondido... (Mt 6-6).
No.
No vengo a molestar. Te has metido detrás de la puerta, siguiendo la
amonestación del Señor. Y yo me quedo tranquilo y paciente fuera.
Te
espero. No te preocupes, estoy dispuesto a esperar horas, días enteros. Me
impaciento, me pongo nervioso cuando alguien se retrasa dos minutos a una cita,
pero si uno está orando no me importa y soporto todos los retrasos.
Pero
sábete que te espero. Fuera.
Ni
siquiera vengo a controlar lo que haces y cómo te comportas en la iglesia. No
me interesa. De rodillas, recogido, con las manos juntas, rostro absorto,
postura compungida, no son cosas de mi competencia, y además son relativamente
fáciles y me puedes engañar con toda tranquilidad.
No.
Te espero fuera de la iglesia.
Pero,
una vez fuera, estate atento porque seré despiadado al mirarte, controlarte,
examinarte, juzgarte y, si llega el caso, hasta condenarte.
Tengo
derecho a ver si has rezado de verdad o más bien te has entretenido con
fórmulas devocionales insípidas.
Tengo
derecho a comprobar si la oración sirve para algo.
Y hago este examen observando tu vida.
Has
aceptado el riesgo de la oración y no creas que vas a salir bien parado con
facilidad. El «peligro» comienza después. Cuando sales. Entonces te haces un
«espectáculo público para ángeles y hombres» (1 Cor 4, 9). Con los ángeles te
las arreglas tú. En cuanto al mundo y a los hombres, si me permites soy uno de
ellos,
y
entonces tienes que contar también conmigo.
Así
pues, te espero fuera.
Yo,
enfermo.
Yo,
viejo.
Yo,
muchacha.
Yo,
doctor.
Yo,
mujer de la limpieza.
Yo,
uno de tantos que encuentras durante tu jornada.
La
cita con quien ha rezado no es en la iglesia, sino en la calle, en los
pasillos, en clase...
Ahí te
quiero examinar de una manera despiadada. Quiero comprobar si eres el mismo de
antes o si has cambiado.
Si
te veo egoísta, duro, injusto, indiferente, mezquino, cargado de
resentimientos, falso, envidioso, puntilloso, vanidoso, soberbio, entonces
estoy autorizado a dar un suspenso a tu oración.
No
me vengas con historias. Has dicho oraciones, pero no has orado. O sea, no has
encontrado a Dios. Has encontrado su caricatura, su falsa imagen (posiblemente
fabricada por ti). O quizás te has encontrado a ti mismo, y has aprovechado la
ocasión —una vez más— para complacerte, para adormecerte, para establecer con
tus defectos, con tus faltas un pacto de no agresión.
No
te has dejado transformar por Dios. A lo más te has defendido de él
rabiosamente.
No
te creas que vas a hacer de mí lo que quieras.
No
eres capaz de estar fuera como se debe, en la calle, por los pasillos, en la
clase, en la cocina...
Tu
oración es equivocada. De hecho tus oraciones lo son.
Has
rezado mal. Puesto que te comportas mal.
No
eres capaz de estar con Dios. Puesto que no sabes estar con los hermanos.
El
que ora —recuérdalo— se hace un personaje público, un «expuesto» a las miradas
de los demás.
Así
pues, te espero fuera. Allí es donde se revela la oración en lo que es. Allí es
donde viene juzgada la persona de oración.
Quien
afronta el riesgo de estar dentro para orar, debe salir de allí transformado,
diverso. En una palabra, convertido.
Si no es así...
¡Vuelve dentro inmediatamente!
Sábado
Orad
incesantemente... (1 Tes 5, 17).
Perseverad
en la oración (Col 4, 2).
...Si
no es así, no. No digo que sea mejor no volver a pisar en la iglesia para orar.
Y ni siquiera —como alguno se atreve a insinuar en ciertos casos— que deberías
rezar menos y buscar, más bien, ser mejor.
Es
como decir a un peón de albañil que, extenuado, deja caer el saco: come menos y
preocúpate de rendir más en el trabajo.
O
también a un estudiante poco inteligente: estudia menos y sabrás más.
Debes,
por el contrario, volver «dentro», precipitadamente.
Vuelve
dentro, por favor.
Debes
orar más. Sobre todo, debes orar mejor.
Insiste.
No lo dejes.
Cuando
se mira con prismáticos, si la visión resulta confusa, no se tiran los
prismáticos. Se intenta, más bien, graduarlos.
He
dado un suspenso a tu oración, porque he visto tus acciones turbias.
Ahora
con más razón debes ajustar tu oración. O mejor: ajustarte tu mismo en la
oración.
Porque
puede ser fácil — ¡y cómodo!— quedarse al abrigo de la oración. Así te
defiendes de sus efectos inquietantes, de su acción profunda, de su
labor transformadora.
Y,
después, se cierra el paraguas y vuelve a quedar al descubierto el habitual
muestrario de defectos, el viejo personaje ya conocido, cuya cerrazón no ha
sido ni siquiera rozada por la oración.
«Haz
brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro» (Sal 4, 7).
Ciertamente,
todo el problema de la oración está precisamente aquí: dejarse iluminar, curar y transformar por la luz delrostro de Dios.
Las
verdaderas «exposiciones» son las nuestras.
Ciertas
personas piadosas, aman, defienden y echan de menos las exposiciones del
santísimo Sacramento —el sacramento del ocultamiento...— y por su parte dan la
impresión de querer esconderse...
¡Qué
contrasentido! El sacramento del ocultamiento, expuesto. ¡Y las personas,
escondidas, resguardadas, ocultas!
Exponte,
pues, sin miedo a la luz del Señor. Aunque sea una luz inquietante, indiscreta
que va a escudriñar en ciertos rincones de tu corazón donde existen desórdenes
que... no están del todo mal.
No
temas esa luz penetrante, insistente.
Sólo
después de largas, repetidas, interminables exposiciones, caerán de tu rostro
las máscaras, se romperá la dureza de tu corazón de piedra, y
saldrás completamente transformado, distinto. Convertido.
Entonces
podrás emprender tranquilamente el camino.
Y
todos entenderán que la oración —la verdadera— jamás es inofensiva. Es más,
representa la fuerza más radical y revolucionaria.
Quizás,
la prueba más cierta de una oración auténtica es precisamente ésta: su
peligrosidad.
O
sea, peligrosidad para quien ora, que se ve obligado a aceptar los cambios más
dolorosos, los desprendimientos más lacerantes, una conversión continua.
Peligrosidad
para los otros. Los cuales deberán hacer cuentas con una persona convertida.
Y son cuentas de las que se sale... con los
huesos rotos.
Excelente la elección de esta reflexión para animarnos a crecer en la Fe. Gracias profesor Jorge Iglesia por aportar tanto a nuestra Institución. Docentes como usted son los que se necesitan para transformar la practica cotidiana en VERDADERA EDUCACIÓN.
ResponderBorrarGracias profe Edgar. A usted debo parte de esta entrada porque me habló de ella. Ahí vamos y seguimos
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